Erase una vez una princesa que se empeñó en demostrar que era una guerrera y que podía salvarse «sola», así como también a toda persona que ella creyera desvalida. Cuál era la soberbia que le llevaba a tal ceguera, que no se daba cuenta que los verdaderos principes valientes no necesitan demostraciones de valentía, porque ellos ya disfrutan de esa seguridad y templanza que les confiere el serlo, y por tanto tan sólo anhelaban amarla y estar a su lado. No obstante, la princesa no les dejaba que se acercaran, y si lograban llegar a ella, desenvainaba su miedo y los ahuyentaba. Así siguió, durante años, en su propia contienda de que podía «sola» y, de hecho, pudo siempre. Exhausta, un buen día de Luz, la princesa se dio cuenta que era valiente y que la peor de las batallas ya la había ganado, se la había ganado al miedo, al miedo de estar sola, porque estaba sola y no tenía miedo, sólo ganas de dejar de luchar sola en las contiendas propias y sabias de la Vida.
Maria del Castillo, una de las princesas valientes, entre muchas