A veces levantaba la vista del ordenador, miraba a través de la ventana y pensaba en Martín, tan joven, 17 años. A veces esa mirada se encontraba con su madre en la terraza tendiendo la ropa, ensimismada en sus quehaceres, en el cuidado de su hijo. Cuánta fuerza debía de tener para soportar tal sufrimiento, pensaba. Y rezaba.
Acaba de irse Martín, ya está por fin descansando. Descubrió el secreto de la vida y se lo reveló a quienes lo acompañaban en su día a día, aquellos que supieron disfrutar de su existencia y generosidad, y se lo devolvieron con cuidados y amor; y también a todos los que fuimos a despedirlo, que quisimos respetar la intimidad del dolor vaticinado, sin que ello pudiera impedir la cercanía en el sentimiento. Martín vivió sabiendo que iba a morir, aprovechando la vida con risas y sentido del humor, disfrazando su angustia para olvidarla, para que la olvidaran. Si no era así, sería una pérdida de tiempo, y sabía que no le quedaba demasiado.
Mientras, los demás, la mayoría de nosotros, vivimos como si nunca fuéramos a morir porque nos da miedo la sola idea de pensarlo, o porque es cosa más ajena que propia, como si no tuviera que ver nada la vida con la muerte. Sin embargo, Martín supo transformar ese miedo en aceptación y amor y lo desperdigó y derrochó a diestro y siniestro con la fuerza y seguridad que da saber que nunca se acaba, que cuanto más amor das más tienes. Y en esa energía inagotable y eterna se envolvió y se fue en calma, lleno de amor y más amor que dejó. Ya no había miedos, no para él, no para su familia, no para los que lo entendieron. Sólo Paz y Amor. Gracias Martín.
María